domingo, 8 de septiembre de 2013

El poder como problema filosófico



Introducción

El poder es uno de los rasgos de la vida social. Se sabe, por ejemplo, que en las sociedades de primates existen ciertas jerarquías e incluso líderes que son respetados por todo el grupo.
Como no podía ser de otra manera, también en las sociedades humanas aparecen antes o después rasgos relacionados con el poder: distribución de funciones, autoridades, jerarquías y a partir de cierto nivel de complejidad aparecen instituciones, leyes escritas y diferentes mecanismos de legitimación. El poder es tan antiguo como el hombre mismo y jamás ha dejado de estar en el centro del pensamiento filosófico. Podemos partir de una reflexión muy cercana al sentido común, que nos presenta el poder de una manera contradictoria: como límite e incluso represión de la propia libertad, pero también como garantía que asegura que dicha libertad pueda crecer y desarrollarse. Detestamos el poder cuando lo vivimos como un obstáculo, pero reivindicamos su presencia y actuación cuando entendemos que alguno de nuestros derechos se ha conculcado. Esta ambivalencia no es, ni mucho menos, ajena a la vida cotidiana de cada ciudadano: todos vivimos rodeados de símbolos del poder e incluso en algunos momentos participamos del mismo. Por todo esto, es importante que todos los ciudadanos, como integrantes de una sociedad política, contemos con unas nociones suficientes alrededor del poder.

¿Qué es el poder?

El poder guarda una relación directa con la convivencia social y aspira a la organización y la toma de decisiones de todo lo referente a la vida pública. El hecho de compartir espacios y tiempos con otros seres humanos obliga a asumir cierto tipo de tareas que nos conciernen a todos: el poder es precisamente la manera de articular este tipo de tareas, distribuyéndolas en diferentes instituciones o personas, en función de la estructura social y política de cada momento. En cualquier sociedad el poder político se reserva el derecho a la coacción (amenaza física o psíquica) y a la coerción, es decir, el empleo legítimo de la violencia física como medio para lograr un fin que se considera política o socialmente beneficioso.
Evidentemente, esto no justifica de manera automática cualquier ejercicio violento por parte del poder vigente en cada tiempo: al contrario, es conveniente mantener siempre un espíritu crítico, ya que el poder tiende a tomar decisiones que a menudo van más allá del área que le corresponde, abusando de la posición de privilegio que cualquier tipo de poder implica. En este sentido, la división de poderes es un rasgo característico de todo sistema democrático, que pretende evitar el abuso por parte de cualquiera de los poderes: la concentración del poder nos conduce hacia el totalitarismo, cuyas nefastas consecuencias nos resultan aún cercanas por hechos históricos recientes que han marcado nuestra propia identidad como occidentales.
Si asociamos poder con coacción y coerción, con el uso legítimo de la violencia, estamos quedándonos sólo con una parte del concepto. En su sentido más noble, el poder implica un servicio a la sociedad e incluso un sacrificio de la persona que lo ejerce. Es lamentable que no sea esta la concepción más extendida, pero no es difícil encontrar ejemplos históricos de deber, buscando en sus decisiones el bien común de la sociedad y no el suyo propio. Las concepciones negativas del poder olvidan su conexión con el bien común y dejan de lado también a este tipo de personalidades que en cierto modo han de servir de ejemplo al resto. Se podría decir que muchas de las críticas que recibe  el poder político están más dirigidas hacia las personas que lo ocupan que hacia el poder en sí. De hecho salvo el anarquismo, que también estudiaremos, el resto de teorías han defendido la necesidad del poder, otorgándole diversas formas y funciones. Por ello, no se puede ignorar que, en el fondo, hablar del poder puede llevarnos muy fácilmente a estar hablando también del ser humano: es nuestra manera de ser la que exige la existencia de un poder y también la que en ocasiones puede llevarnos a desnaturalizarlo o corromperlo, haciendo un uso indebido y éticamente reprobable del mismo.
A partir de estas ideas introductorias, podríamos ofrecer una primera definición del poder político como la capacidad de decidir en los asuntos que afectan a una sociedad, pudiendo utilizar la coacción y la coerción en la realización práctica y efectiva de dicha decisión y reservándose el uso legítimo de la fuerza. Esta capacidad debería orientarse, en un principio, al bien común, pero nada impide que se dirija hacia otros intereses alejados del general y más cercanos a las personas que ocupan los puestos de responsabilidad. Es importante subrayar que esta concepción del poder no se puede identificar simple y llanamente con los cargos más relevantes de una democracia o de cualquier otro sistema. Conviene más bien fijarse en la metáfora que utiliza Foucault con frecuencia y a la que hemos aludido al hablar de la crítica de la cultura: el poder es una red que se va extendiendo a toda la sociedad y cuenta con diversos nódulos. Así entendido el poder no es sólo lo que reflejan los grandes medios de masas. Antes bien, el funcionario que recoge solicitudes, el vendedor que aplica impuestos a sus productos, el policía o el profesor son también personificaciones del poder político, representantes de un sistema que justifica o legitima sus actos. Y ello, por supuesto, sin olvidar que las relaciones de poder aparecen en todos los grupos humanos: hay poder en una comunidad de vecinos, en un equipo de fútbol o en una asociación cultural, por la sencilla razón de que todas estas agrupaciones necesitan algún tipo de organización y estructura desde la que llevar a cabo las tareas comunes que unen a todos sus integrantes.

Una explicación desde la teoría de juegos: el dilema del prisionero

En la tradición filosófica hay una corriente que trata de justificar el poder político: el contractualismo. Para esta corriente, que estudiaremos más adelante, la vida en sociedad no es algo natural, como en su día afirmara Aristóteles, sino una convención, un acuerdo artificial: el contrato social. El contractualismo no pretende explicar la génesis histórica de las diferentes instituciones que representan el poder, sino más bien mostrar la función del poder político y su legitimidad. En nuestros días, esta teoría se ha expresado a través de la teoría de juegos, una rama de la economía que trata de describir el comportamiento racional en contextos estratégicos, en los que el resultado de nuestra acción no depende únicamente de la acción que nosotros realizamos, sino también de lo que los demás hacen. Uno de los juegos más conocidos viene descrito por el dilema del prisionero, en el que podemos elegir dos acciones distintas: cooperar con la otra persona, renunciando a nuestro máximo beneficio posible en favor del mejor resultado para los dos, o no cooperar aspirando a encontrar el óptimo individual, pero arriesgándonos a desembocar en una situación perjudicial para todos. Muchas de las interacciones sociales y de las decisiones que hemos de hacer frente encajan dentro de este dilema: cooperar o no cooperar, asumiendo los costes que implican la vida en sociedad.
En una situación en la que no haya un poder político, cada individuo mirará únicamente por su único interés. Como se ve, la teoría de juegos presupone que el ser humano es egoísta por naturaleza, un homo  economicus que calcula aquella acción que le proporcionará el mayor beneficio. Situados en un contexto social, estos individuos que optan por no cooperar con el resto, pretendiendo el máximo beneficio personal posible, provocan una situación desastrosa para todos: el egoísmo no favorece ni fortalece la sociedad, sino que más bien la debilita e incluso fomenta cierta inseguridad e indefensión. Esta situación es la que Hobbes describe como una “guerra de todos contra todos”. El poder puede tener entonces un origen racional, aun entendiendo dicho adjetivo en el sentido egoísta del calculador de beneficios y desventajas: si todos miramos únicamente por nosotros mismos todos salimos perjudicados, y podríamos crear una institución que nos obligue a cooperar mínimamente en los asuntos que nos afectan a todos, penalizando y persiguiendo a aquellos que no cumplen este acuerdo esencial, que sería el pacto social. Así lo ha entendido, por ejemplo. David Gauthier en su obra La moral por acuerdo.
Si aceptamos esta visión estratégica del poder, nos estaríamos acercando también a una concepción liberal de la política: el acuerdo que firmamos diariamente por medio de la convivencia es “de mínimos”, nos conduce a una organización social en la que, en principio, cada uno puede desarrollarse sin interferencias de los demás y de la sociedad. El poder que nace de esta concepción basada en la teoría de juegos sería una autoridad cercana a la de los estados liberales, que se limitaría a recaudar impuestos para garantizar unos servicios esenciales: seguridad e infraestructuras básicas. La función primordial del poder consistiría entonces en velar por el cumplimiento de las pautas elementales de colaboración, sancionando a todos aquellos que se saltan las normas comunes: desde los que conducen a más velocidad de la debida hasta los que evaden impuestos pasando, por supuesto, por otra serie de infracciones como el robo o el asesinato. Se trata, sin duda, de una visión de la sociedad y el estado un tanto descarnada, que a buen seguro no encajará en la concepción de la sociedad y la política de personas dispuestas a un mayor compromiso ético y político con los demás, que entiendan el poder como un mecanismo compensador de desigualdades. La visión estratégica del poder que nos ofrece la teoría de juegos es sólo un punto de partida y también un estímulo para la reflexión en torno a la función social, política y económica del poder y la viabilidad de modelos alternativos de poder y, en consecuencia, de estado.

Maquiavelo: la política como disciplina autónoma

Uno de los primeros autores en elaborar una reflexión compleja en torno al poder es Maquiavelo, filósofo florentino del renacimiento italiano. Su concepción del poder se refleja en sus dos obras principales: El príncipe y Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Lo primero que llama la atención en el pensamiento de Maquiavelo es la emancipación de la política, como actividad humana relacionada con el poder, de cualquier otra esfera como puede ser la moral o la religión. Hasta el renacimiento, la política no se había desarrollado como una disciplina autónoma: en sus inicios estará directamente relacionada con la ética y así lo defiende, por ejemplo, Aristóteles. Esto generará ciertas tensiones, pues aunque la ciudad esté por encima del individuo, ha de respetar siempre la ley natural, por lo que en cierta manera la ética fija los límites, las reglas del juego aceptables en política. Al adentrarnos en la edad media, la influencia principal la recibirá de la religión: el poder proviene de Dios, que autoriza y da validez a las decisiones que se tomen. De una manera u otra, no encontramos hasta Maquiavelo una teoría política amplia sobre el poder, con independencia de otras actividades humanas.
Esta autonomía de la política incluye en Maquiavelo una doble dirección que se puede concretar en las obras citadas anteriormente. La lectura de El príncipe se ha de completar con las ideas que presenta en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que es para algunos intérpretes la obra más importante de Maquiavelo. En ella reflexiona en torno a la república como la mejor forma posible de gobierno, ya que permite que los ciudadanos se identifiquen y se sientan implicados en los asuntos comunes. Una república que tiene que huir de cualquier tipo de idealización, contando con que a menudo los ciudadanos, e incluso los propios gobernantes, pueden mirar más por el propio interés que por el común. Vuelve a aparecer el Maquiavelo político y estadista, que pone su gran conocimiento de los asuntos del pasado al servicio del presente, tratando de comprenderlo e incluso de anticiparse al futuro.
En vez de ver contradicciones con El príncipe, cabe un intento de armonización: si bien hay que trabajar siempre en favor de la república, existen circunstancias de excepción que pueden hacer más aconsejable una monarquía, con un gobernante audaz e inteligente capaz de dirigir al país aplicando los consejos de El príncipe. No es, ni mucho menos, una manera de “salvar” a Maquiavelo, sino de subrayar su intento de convertir la política en una ciencia autónoma, en la que los intereses humanos se manifiestan de una forma conflictiva y problemática, siendo imprescindible una actitud reflexiva que permita tomar las mejores decisiones en cada caso.
Una consecuencia de esta separación de la política respecto a la ética y la religión es una frase que ha pasado a la historia como “maquiavélica”, aunque no se encuentra como tal en ninguna de sus obras: “el fin justifica los medios”. El maquiavelismo político no postula que cualquier fin esté justificado, sino simplemente que el fin por excelencia del príncipe, en los momentos en los que una república se está fundando o está sufriendo una crisis, ha de ser conservar el poder, convirtiéndose en símbolo de la fortaleza de la república. Este sí es el fin que justifica cualquier medio, sin entrar a considerar la moralidad o inmoralidad de la medida en cuestión.
Así el responsable político puede verse obligado a mentir a la población si con eso logra su principal objetivo. De la misma forma, cuando el príncipe toma una decisión que favorece a su pueblo, hay que ser consciente de que no lo hace con fines éticos o humanistas, sino tan sólo pensando en su beneficio personal, que consiste en mantener su puesto el máximo tiempo posible. El maquiavelismo, en consecuencia, no viene a decirnos que cualquier medio está justificado, o que cualquier fin es válido: tal y como aparece en El príncipe, se trata más bien de una propuesta práctica dirigida a los gobernantes, para que ejerzan su función de una manera correcta, entendida esta palabra en un sentido únicamente político, no moral o religioso. Ser un buen político implica tomar las decisiones adecuadas para mantener el poder. En El príncipe, Maquiavelo nos presenta un completo manual del gobernante. Tomando ejemplos de grandes conquistadores y gobernantes, así como de su actualidad y la historia de diferentes naciones, trata de analizar las condiciones que pueden permitir a quien lo desee alcanzar el poder. Hay dos conceptos clave:
1. Fortuna: en cada momento se dan un cúmulo de circunstancias sociales, económicas, militares y culturales que pueden determinar de una forma absoluta al gobernante. La fortuna influye tanto en la consecución del poder como en su conservación y todo gobernante ha de ser consciente de que hoy puede ser favorable, pero en un corto plazo de tiempo todo se puede invertir. Este concepto de fortuna exige del príncipe cierta oportunidad: ha de saber aprovechar la ocasión cuando la tiene, asumiendo también que pueden llegar tiempos en los que las circunstancias le sean adversas, obligándole incluso a abandonar el poder. Puede ser que la mitad de las cosas dependan de la fortuna, pero la otra mitad están del lado del gobernante que ha de hacer frente a los problemas con ímpetu y convencimiento.
2. Virtud: este concepto alude a las cualidades personales que ha de tener un político para ejercer correctamente su función de gobierno. La virtud política no guarda relación alguna con la virtud moral: el político ha de poner en práctica la astucia, la capacidad de engaño e incluso comportamientos inmorales como la traición o la mentira. Maquiavelo no pretende que la política sea sinónimo de corrupción e inmoralidad, pero sí afirma que en determinadas circunstancias actitudes consideradas inmorales pueden ser las más convenientes para el gobernante e incluso para el pueblo gobernado. La virtud del príncipe tiene que ver más con valores como la astucia, la capacidad de convicción o el miedo que es capaz de infundir en quienes le rodean que con cualquier otro valor moral.
Teniendo estos dos conceptos en cuenta, Maquiavelo va precisando cómo se puede llegar al poder y qué hay que hacer para mantenerlo. Su visión realista de la política, le lleva a dar consejos como los que aparecen en las siguientes ideas, acompañadas en algunos casos de fragmentos de El príncipe:
1. El buen gobernante ha de estar siempre cerca del poder militar, garantía última de su poder: “Un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la guerra y lo que a su orden y disciplina corresponde, pues es lo único que compete a quien manda.”
2. El príncipe debe tender a la tacañería: “Por tanto, un príncipe, para no despojar a sus súbditos, para poder defenderse, para no volverse pobre y miserable, para no verse obligado a expoliar, debe temer poco incurrir en la tacañería; porque éste es uno de los vicios que hacen posible reinar.”
3. Es preferible ser temido que amado: “Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro.”
4. El príncipe debe incumplir sus promesas, si así le conviene. Ha de ser un león y un zorro: “De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforme en zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia. ”
5. El príncipe debe evitar ser despreciado u odiado: “Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas. ”
6. Algunas cualidades positivas del príncipe: ser capaz de afrontar grandes empresas, encontrar soluciones ingeniosas para los problemas, credibilidad y seriedad, ser prudente en su política de alianzas y amar la virtud, honrando a los ciudadanos que destaquen en las artes y creando condiciones seguras para que todos puedan dedicarse a sus propios quehaceres.
7. El príncipe ha de elegir a los mejores como sus secretarios o ministros, con la única condición de que estén dispuestos a trabajar buscando el bien del príncipe y no el suyo propio. Igualmente, debe desconfiar de los aduladores.
Independientemente de la valoración moral que nos pueda sugerir la teoría presentada en El príncipe, hay que subrayar que se trata de una teoría política y que el gran mérito de Maquiavelo consiste, entre otras cosas, en afirmar la autonomía de la política que, por así decirlo, funciona con sus propias reglas y no con las de la moral o la religión. En este sentido, es un primer paso hacia una reflexión exclusivamente política, sin ningún tipo de interferencias, por lo que se podría decir que gracias a enfoques como el suyo se van dando pasos hacia la consolidación de la ciencia política. A este respecto serán sucesores de
Maquiavelo autores como Hobbes, Locke o Rousseau: desde perspectivas bien distintas abordarán el problema del poder político con una libertad de la que no gozaron muchos de sus predecesores. En ellos encontramos las semillas de lo que será la democracia moderna, una nueva manera de organizar y distribuir el poder. Sobre ella y sus implicaciones en la concepción de la política girará parte de la obra del siguiente autor que vamos a estudiar.

Thomas Hobbes: el poder absoluto como garantía de la paz

La filosofía política de Thomas Hobbes profundiza en el distanciamiento progresivo de la política respecto a otras disciplinas, impulsando el contractualismo: no somos sociables o “animales políticos” por naturaleza sino por convención, porque decidimos vivir con otros y crear instituciones que regulen la vida social y política. El siglo de Hobbes fue decisivo para la historia de Inglaterra, que sufrió una guerra civil desde 1642 hasta 1651, en la que se enfrentaron los partidarios de la monarquía y los parlamentaristas. Años más tarde, la Carta de los derechos de 1689 imponía ciertas condiciones para la sucesión monárquica, alumbrando la primera democracia moderna de Europa. Hobbes (1588-1679) no llegó a ver completada la transición a la democracia, pero sí la guerra civil que en su opinión es la mayor desgracia que le puede ocurrir a un país, siendo la misión de la política el evitar dicha guerra por todos los medios.
El punto de partida del contractualismo hobbesiano es un estado de naturaleza que se plantea a modo de hipótesis: no es difícil imaginar que, en un primer momento, los seres humanos contaban con las mismas cualidades. La igualdad es el punto de partida: aunque alguien pueda destacar más en algún aspecto, es más que probable que carezca de otros y no hay nadie que reúna en sí todas las cualidades humanas en un grado tan alto que se pueda considerar superior a los demás. En este estado inicial, cada uno busca la satisfacción de sus deseos y apetitos, lo cual le lleva a competir con los demás: hay “una igualdad en la esperanza de conseguir nuestros fines”. En tanto que todos los seres humanos tendrían derecho ilimitado a todas las cosas, nos encontraríamos en una guerra de todos contra todos, en la que el miedo sería uno de los componentes esenciales de la vida humana: en cualquier momento se nos podría arrebatar lo que más apreciamos y jamás podríamos tener garantía alguna de que pueda existir algo así como la justicia, concepto que carece de sentido en una sociedad pre política. En este estado de naturaleza la agresión, la miseria y la precariedad pueden convertirse en experiencias cotidianas, por lo que es preciso encontrar la manera de fijar unas normas elementales de convivencia. Sería imposible progreso alguno en la sociedad: “la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
Esta es precisamente la función del contrato social: si todos renuncian a algunas de sus libertades y derechos, se crea una nueva entidad, el estado, que ha de asumir entre otras funciones la de garantizar la seguridad a los ciudadanos, de los que emana la única soberanía posible. El Leviatán, monstruo mitológico que aparece en el antiguo testamento, le sirve a Hobbes de símbolo de este poder creado entre todos: al constituirse a partir de la voluntad de renunciar a libertades y derechos, se convierte en un poder absoluto y sin límites, al que todos los ciudadanos han de servir en la medida que les garantice la seguridad y la estabilidad necesarias para poder llevar a buen término sus vidas privadas, con sus proyectos y deseos.
Hobbes expresa esta idea del pacto social en el siguiente texto:

“El único modo de erigir un poder común que pueda defenderlos de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mismos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o a una asamblea de hombres que, mediante una pluralidad de votos, puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola voluntad. O, lo que es lo mismo, nombrar a un individuo o a una asamblea de individuos que representen a todos, y responsabilizarse cada uno como autor de todo aquello que haga o promueva quien ostente esa representación en asuntos que afecten la paz y la seguridad comunes y, consecuentemente, someter sus voluntades a la voluntad de ese representante, y sus juicios respectivos, a su juicio.”
(Thomas Hobbes, Leviatán, capítulo 17)

Hobbes entiende que este poder creado de manera artificial puede ser monárquico, aristocrático o democrático, dependiendo de si es ocupado por una sola persona, por varias o por toda una asamblea. En su opinión hay razones prácticas para preferir la monarquía, ya que las decisiones se tomarán de una forma más rápida y eficaz. Por si esto fuera poco, los puestos de la asamblea son ocupados en una democracia por los ricos, no por los que atesoran un mayor conocimiento. Y existen además decisiones cruciales para el estado en las que la discreción es una condición irrenunciable, siendo mucho más difícil de mantener en una asamblea de muchos que en un gobierno de uno solo. No hay que perder de vista que todo ser humano puede representar al pueblo pero también a sí mismo, por lo que el interés público y el privado pueden entrar en conflicto. En el caso de la monarquía ambos están más unidos que en la democracia, en la que los diferentes representantes pueden aprovechar su poder para buscar su beneficio personal. El gobierno de la asamblea puede compararse, a ojos de Hobbes, con el caprichoso gobierno del niño: los representantes pueden tener comportamientos arbitrarios, basados en actitudes infantiles que pierden de vista el bien común.
Como consecuencia de esto, Hobbes se muestra partidario de un gobierno monárquico con poder absoluto. Esta tesis ha resultado criticada por los defensores de la democracia, tratando de asimilar la teoría de Hobbes con los movimientos totalitarios del siglo XX. Nada más lejos de la intención de Hobbes: en el Leviatán explica que la función del monarca es garantizar la paz y la seguridad de todos los súbditos, fomentando y protegiendo su libertad, entendida como la “ausencia de oposición”. Hobbes define al hombre libre como “aquel que, en aquellas cosas que puede hacer en virtud de su propia fuerza e ingenio, no se ve impedido en la realización de lo que tiene voluntad de llevar a cabo”. En consecuencia, el Estado es la creación artificial de todos los individuos que renuncian a una parte su libertad con el fin de que se le asegure que el resto de la misma será respetado y protegido. La finalidad del Estado no es por tanto la búsqueda de la satisfacción y beneficio personal del monarca, sino el mantenimiento de un orden social que permita el desarrollo de la vida de los individuos. Nada hay, en este sentido, más alejado de la teoría de Hobbes, que los movimientos totalitarios del fascismo y del comunismo.

Max Weber: poder, dominación y legitimidad

El sociólogo y politólogo alemán Max Weber asume, al igual que Maquiavelo, que el concepto de poder es uno de los más importantes de la política. Uno de sus textos más conocidos y accesibles es La política como vocación. Parte de una concepción muy amplia de la política:
“actividad directiva autónoma”. En este sentido de la palabra se dice que hay, por ejemplo, política fiscal, educativa, empresarial... y que una asociación o un club deportivo cuentan también con una política propia. Si lo llevamos al ámbito del estado y la toma de decisiones en los asuntos que nos afectan a todos, Weber entiende la política como aquella actividad que viene respaldada por el uso legítimo de la violencia. Cada una de las instituciones públicas representan al estado, que cuenta con lo que Weber denomina “monopolio de la violencia física legítima”.
En un principio, todos asumimos que la toma de decisiones es válida precisamente cuando procede de un estado democráticamente organizado y es por esto que la respuesta ante una infracción de la ley o un enfrentamiento a la autoridad del estado puede consistir en el empleo de la fuerza física. La actuación agresiva no está justificada porque sea ejercida por tal o cual persona, sino por el sistema que le respalda y al que representa, y que regula en realidad el uso de la misma en toda la sociedad. Así, en este contexto más específico cabría enunciar una segunda acepción de política, mucho más ligada a este concepto físico del poder: “aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”. Las motivaciones del político pueden ser muy variadas: egoísmo personal, búsqueda del bien del estado, simple disfrute del poder, colaborar en la resolución de conflictos, autoafirmación…
Una de las claves de la democracia consiste precisamente en cómo se justifica y legitima el poder y la violencia que está asociada al mismo. En último término, todo sistema político descansa en la autoridad de la toma de decisiones: de alguna manera, la población ha de sentirse identificada y vinculada con las diferentes políticas. Weber analiza las diferentes maneras de legitimar la autoridad política y la dominación, y las concreta en las siguientes:
1. Legitimidad tradicional: es la autoridad construida sobre la costumbre, sobre maneras de gestionar el poder que se vienen poniendo en práctica durante siglos y que nadie se atreve a cuestionar por la sencilla razón de que “siempre se ha hecho así”. El propio Weber lo describe de esta manera: “la legitimidad del eterno ayer, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad tradicional, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales antiguos.”
2. Legitimidad carismática: en este caso el poder viene justificado por las especiales características o cualidades personales de quien lo ocupa. Se trata habitualmente de una persona admirada por su carisma, por su influencia sobre los demás, conseguida no necesariamente por la fuerza física, sino principalmente por sus virtudes. En palabras de Weber: “la autoridad de la gracia (Carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos”.
3. Legitimidad legal-racional: aunque haya algún precedente, será principalmente a partir de la modernidad cuando la dominación venga respaldada por un procedimiento en el que se aplican una serie de reglas que garantizan que la decisión resultante sea legítima y vinculante. En cierta manera, esta legitimidad implica una confianza en el sistema de decisión por parte de los ciudadanos, que esperan que los políticos cumplan siempre estas normas que dan validez a la decisión que de ellas emane.
Weber lo explica así: “Tenemos, por último, una legitimidad basada en la legalidad, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno servidor público y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.”
Esta clasificación no ha de entenderse en un sentido histórico: Weber no pretende perfilar una especie de evolución desde la legitimidad tradicional a la legal-racional. Más bien hemos de entender que su teoría nos sirve para analizar en cada caso quién toma las decisiones y por qué se consideran válidas. Así, podría darse el caso de países que pasan de un tipo de legitimidad a otro, para terminar volviendo al anterior. A esto hay que añadir un punto de vista lo más amplio posible, trascendiendo incluso el ámbito de la política. Una empresa familiar, por poner un ejemplo, pondrá en práctica probablemente la legitimidad tradicional, mientras que un equipo deportivo suele identificarse más con la carismática. En el caso del estado no hay unanimidad: cada país aplicará uno u otro criterio de legitimidad en función de su historia, sus condiciones socioeconómicas y su propia cultura.
Si proyectamos la distinción de los tres tipos de autoridad al terreno político en muchos de los países europeos a comienzos del siglo XX, constatamos que la mayoría de ellos estaban funcionando ya de una manera democrática, por lo que la dominación legal-racional prima sobre las otras dos. Este tipo de dominación genera un nuevo ámbito profesional, la política, a la que se dedican dos tipos de personas: los que viven de la política y los que viven para la política. En opinión de Weber, los primeros son aquellos que se entregan a los partidos y aspiran a ocupar un puesto que les garantice económicamente un buen nivel de vida.
Necesitan la política para vivir, ya que es su única fuente de ingresos. Frente a estos, los que viven para la política no necesariamente han de encontrar en ella su fuente de ingresos: más bien suelen ser en democracia grandes empresarios o abogados, profesionales liberales con la suficiente independencia económica como para dedicar su tiempo a la gestión del poder.
Weber habla así de una plutocracia: detrás de toda democracia se esconde, en la maquinaria de los partidos, un gobierno de los que ostentan el control económico. La teoría de Weber desemboca en una visión elitista de la política, prolongando las ideas de Pareto, Mosca y Michels: son las élites económicas y sociales las que controlan las democracias y hacen que estas avancen. De esta manera, los más ricos pueden orientar las decisiones también hacia sus intereses particulares. Los partidos se convierten en “máquinas de gestionar poder”, manejadas por líderes que convierten a los miembros del parlamento en “borregos votantes perfectamente disciplinados”, distribuyendo cargos en función de “los servicios prestados al partido”.

Hay otra consecuencia de la extensión de este tipo de dominación: el funcionariado y la burocracia. Si queremos que todo esté justificado por reglas y procedimientos ha de quedar un registro de su aplicación en todos los órdenes y ello obliga a la creación de un nutrido grupo de funcionarios que son los señores de la burocracia, un mecanismo igualador y garantista. La casta funcionarial, por encima incluso de la clase política, contribuye a dar continuidad y estabilidad a un estado: cada vez que hay elecciones se pueden producir cambios importantes en la dirección de un país, pero no entre sus trabajadores. El funcionariado cumple una doble función: referencia y ayuda para los nuevos dirigentes y a la vez sigue prestando un servicio a los ciudadanos. Y es aquí donde entra en juego la segunda característica: la burocracia. No hay otra manera de registrar la mayoría de acciones y relaciones de los ciudadanos con el estado que no sea por medio de la burocracia. Aunque suela ser uno de los rasgos que más hastían a la población, Weber se muestra un claro defensor de la misma: asegura la neutralidad y la objetividad. Puede que implique una ralentización del sistema político y social, pero su contrapartida es bien clara: deja testimonio escrito de todas las gestiones y procesos públicos y en cierta forma es una condición irrenunciable para fortalecer valores como la transparencia y la imparcialidad, tan necesarios en democracia.
Pese al tono crítico y un tanto escéptico de Weber, el sociólogo alemán se atreve aún a realizar un perfil del auténtico político, de aquel que ha de ejercer esta actividad con una vocación verdadera. Tres son, en su opinión, las virtudes que han de acompañarle: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Los políticos que cuentan con estas características son los más necesarios dentro de un sistema en el que se tiende a una profesionalización mal entendida, aspirando más a “vivir de” la política que “para” la política. Muchos son los obstáculos que ha vencer quien de verdad entiende y desea que la política se aproxime al bien de la sociedad más que al personal: la lucha dentro del partido, la vanidad, las diferentes ofertas de enriquecimiento personal… y sobre todo hacer frente a un contexto en el que su actitud no suele ser la más extendida o la dominante. Todas las dificultades que aparezcan no han de impedir que el auténtico político, el que siente la vocación de mejorar la sociedad en la que vive, persevere en su intento de llevar a cabo la política como una actividad que puede redundar en beneficio de todos, tal y como recoge Weber en el párrafo final de La política como vocación, que, como no podía ser de otra manera representa un canto y una defensa a la auténtica actividad política:
“La política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias para vencer, lo que requiere, simultáneamente, de pasión y mesura. Es del todo cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible; pero para realizar esta tarea no sólo es indispensable ser un caudillo, sino también un héroe en todo el sentido estricto del término, incluso todos aquellos que no son héroes ni caudillos han de armarse desde ahora, de la fuerza de voluntad que les permita soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren mostrarse incapaces de realizar inclusive todo lo que aún es posible. Únicamente quien está seguro de no doblegarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado necio o demasiado abyecto para aquello que él está ofreciéndole; únicamente quien, ante todas estas adversidades, es capaz de oponer un “sin embargo”; únicamente un hombre constituido de esta manera podrá demostrar su “vocación para la política”.”

La crítica del poder: la Escuela de Frankfurt

Tanto Maquiavelo como Hobbes o Weber ofrecen una teoría realista: la política tiene que ver con el poder y el ser humano se presta a participar en un juego que tiene como finalidad imponer la propia voluntad, alcanzar la mayor cuota de poder. Como no podía ser de otra manera, caben también otros análisis del poder, entre los que hay que destacar una perspectiva crítica. Si revisamos nuestra historia reciente, uno de los hechos que han marcado las últimas décadas de la civilización occidental es sin duda el totalitarismo del siglo XX, que desembocó en la segunda guerra mundial y el holocausto. El nazismo trajo consigo la persecución de muchos intelectuales (científicos, literatos, filósofos...) que se vieron obligados a abandonar Alemania. Precisamente en los años previos a la ascensión del nazismo se fundó en Frankfurt el Instituto para la Investigación Social, con la intención de reunir a un grupo de filósofos, sociólogos, economistas y psicólogos que de un modo interdisciplinar trabajarían en común en favor de una sociedad mejor. Se trata de los autores de la Escuela de Frankfurt, que pretendieron elaborar una teoría crítica, capaz de convertirse en un factor de cambio y evolución social. La teoría crítica combina sociología, psicología y economía para superar la frontera que existe entre la teoría y la praxis, uno de los rasgos característicos de la teoría tradicional. De esta manera, se entiende que el pensamiento crítico es un motor de transformación social, admitiendo que estamos ante procesos sociales y culturales de largo alcance y que requieren de periodos históricos prolongados para dar sus frutos. Precisamente, una de las claves de este proyecto es la crítica del poder, que se concreta en diversas ideas defendidas por algunos de los autores de la escuela de la siguiente manera:
1. Para Max Horkheimer el totalitarismo muestra el lado más bárbaro y terrible del poder político. Lo definitorio de este poder desmesurado es que logra hacerse presente en todos los ámbitos de la vida, desde las instituciones hasta las vivencias cotidianas. En uno de sus textos, Autoridad y familia, explica que una de las claves de la extensión del nazismo consistió en lograr instalarse en la vida diaria del pueblo alemán, llegando a extender sus valores e ideas incluso a través de la familia. En opinión de Horkheimer, la familia es el núcleo elemental de toda sociedad y el totalitarismo nazi representa un poder omnímodo que logra perpetuarse gracias a que conceptos como el de autoridad y disciplina, entendidas en un sentido cercano a la política e incluso al poder militar, anidaron en las familias que pusieron en práctica de manera mecánica los ideales nazis. El poder trasciende las fronteras de la política y logra que los vecinos se vigilen entre sí y estén dispuestos incluso a delatar a familiares o a las personas cercanas. La tarea de la filosofía y de la teoría crítica tiene que consistir en rebelarse contra este proceso y denunciarlo, asumiendo esta crítica del poder como una actitud permanente.
2. Una de las obras más conocidas de Horkheimer fue escrita en colaboración con Th. W. Adorno, otro de los grandes representantes de la Escuela de Frankfurt. Se trata de Dialéctica de la Ilustración, en la que los conceptos de mito y logos (o Ilustración) se presentan de una forma dinámica, en diálogo permanente. El proyecto ilustrado ha convertido la razón en un mito y aquí radica el origen de una actitud de dominación y explotación, tal y como aparece en la ciencia, la tecnología y la política. Cuando la ciencia y la tecnología se interpretan como fines en sí mismos, se revelan como estrategias de dominación y explotación de la naturaleza. Valga la expresión: totalitarismo del ser humano sobre su entorno, ejecutado por una razón instrumental que se limita a calcular los medios para fines dados, sin cuestionar la validez de los mismos. Esta manera de comprender la ciencia y la tecnología es aprovechada por sistemas políticos que instrumentalizan la vida de los seres humanos. La ciencia y la tecnología son otras formas de manifestar el poder y están en la base del totalitarismo tanto como el propio sistema político. La Ilustración, como proyecto histórico mitificado, ha conducido inesperadamente a las cámaras de gas, el símbolo más atroz e inhumano del poder.
3. La industria cultural es otra de las instancias que se alían con el poder. Su finalidad no es otra que el mero entretenimiento en el peor sentido de la palabra. Los grandes espectáculos de masas y los productos mercadotécnicos unifican mentalidades y vidas según la conveniencia del poder de turno. Gracias a la industria cultural se puede controlar el pensamiento dominante e incluso la crítica al mismo, que siempre será bienvenida cuando se contente con reflejarse en productos que de una forma u otra pueden estar dominados por el sistema dominante. A este respecto, la utilización de la cultura como anestésico social está presente en todas las épocas y el capitalismo no es una excepción. Desde la industria cultural se ofrece al ciudadano una visión completa de las cosas, una filosofía ready-made que no exige un mayor esfuerzo. Y para quien pueda estar en desacuerdo, existen corrientes alternativas igualmente uniformizadas por el poder económico y político.
4. La consecuencia lógica de todas estas ideas es la aparición de un nuevo tipo de ser humano, que da título a una de las obras de Herbert Marcuse: El hombre unidimensional. Vivir para trabajar, trabajar para consumir: esta es la propuesta de las sociedades industriales capitalistas. Este es el modelo de vida impuesto por el poder político y económico y consagrado por los grandes medios de comunicación de masas, que nos ofrecen modelos de seres humanos que están perfectamente engarzados en el sistema: quienes más tienen son siempre los modelos a seguir. La cultura, la autonomía moral y la propia reflexión son valores en extinción en una sociedad que sólo cuenta con el ser humano como una pieza más del sistema de producción y de consumo. El totalitarismo político del nazismo deja su espacio a un nuevo totalitarismo económico, en el que poco importa el individuo: no pensar es una de las virtudes más valoradas por el poder, capaz de convertir la obediencia a las pautas económicas y sociales en una norma suprema. Somos unidimensionales porque seguimos todos por un camino muy similar: vivimos y pensamos de la misma manera. Se trata de uno de los mayores logros a los que puede aspirar el poder: las democracias capitalistas crean ilusiones de libertad, que no consiguen esconder la fuerza de los diferentes mecanismos encargados de homogeneizar vidas humanas y mentalidades.
5. Desde el campo de la psicología, Erich Fromm también elaborará una crítica del capitalismo, un sistema que en su opinión imposibilita la felicidad del individuo, al obligarle a valorar más el tener que el ser (Del tener al ser), y fortaleciendo condiciones que impiden relaciones auténticamente humanas, como el amor (El arte de amar), la amistad o la solidaridad. Por así decir, el capitalismo y la democracia asociada al mismo produce seres que tienden a la infelicidad, conscientes de que sirven más al sistema que a sí mismos. La teoría de carácter humanista que desarrolló Fromm es a contraluz una teoría crítica del poder y de la influencia que tiene en la insatisfacción de cada ser humano. La economía y la política son también factores que contribuyen a crear sociedades enfermas.
6. Para completar en la medida de lo posible algunas de las ideas de la Escuela de Frankfurt, cabe hacer referencia a la concepción de la historia de Walter Benjamin.
Frente a las concepciones habituales, centradas en los sucesos protagonizados por los grandes personajes, Benjamin nos presenta una historia rota, fragmentaria y negativa.
El poder no sólo domina el presente, sino también el pasado: la historia lo es siempre de los vencedores. Por ello, Benjamin cree que la crítica del poder tiene también la obligación de reescribir el pasado, no para juzgarlo, pero sí para subrayar el sufrimiento, el dolor y la barbarie. La ruina es, en este sentido, todo un símbolo de nuestro pasado pues también como seres humanos descendemos de la ruina. Esta historia negativa nos ofrece, valga la redundancia, el negativo del poder, su cara oculta, aquello que habitualmente no muestra. Benjamin lo expresó en su estilo fragmentario de la siguiente manera: “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro.”

¿Es posible una sociedad sin poder? La teoría anarquista

Nuestra presentación de las teorías filosóficas en torno al poder político no estaría completa si no hiciéramos referencia a uno de los movimientos intelectuales que, como negación, más ha reflexionado sobre este concepto: el anarquismo. Esto pudiera parecer contradictorio, ya que el anarquismo es en cierto modo la teoría del no-poder. O quizás habría que decir una pluralidad de teorías: no es fácil identificar con una sola línea o sistema de pensamiento un conjunto de ideas que precisamente reniegan del sistema, la escuela y la academia. Si el orden representa, en cierto modo, una imposición, los anarquistas nunca han gustado de identificarse con manifiestos, credos o grandes teorías. A esto hay que añadirle la asociación que suele establecerse entre el anarquismo y la violencia: en lugar de criticar las ideas que proponen sus autores más representativos, se suele caer en la descalificación de acciones violentas reivindicadas por individuos que se dicen anarquistas. Este extremo es señalado por Félix García Moriyón, uno de los mayores estudiosos españoles del anarquismo. En Del socialismo utópico al anarquismo nos ofrece una definición amplia de este movimiento: “una determinada corriente del pensamiento socialista y del movimiento obrero, que tiene su aparición y desarrollo en los siglos XIX y XX, y que se diferencia de las demás corrientes socialistas por su especial énfasis en la crítica al Estado y por una defensa radical de la libertad individual compatible con la solidaridad, para lo cual propone un modelo autogestionario de sociedad.” A partir de esta definición, y siguiendo el texto de García Moriyón, cabría identificar con las siguientes las principales ideas del anarquismo:
1. El anarquismo frente a las grandes “utopías”: desde un primer momento, los autores anarquistas tomaron distancia respecto al socialismo utópico (Owen, Saint Simon y
Fourier), que esperaba de manera un tanto ingenua la disolución del capitalismo para dar paso a una nueva forma social idílica, en la que la equidad fuera una realidad. Los autores anarquistas se posicionan mucho más cerca del conflicto social y a su alrededor surgen causas sociales más modestas, pero realizables: igualdad hombre- mujer, universalización de la educación, inclusión social, liberación sexual, lucha contra la marginación… Los anarquistas siempre han mostrado una gran sensibilidad hacia este tipo de reivindicaciones.
2. El poder es capaz de degradar la naturaleza humana, por lo que siempre hay que desconfiar del mismo. La corrupción no es un suceso aislado y puntual, algo que ocurra de manera accidental en los círculos de poder. Para los anarquistas el poder corrompe siempre y a todos: nadie se escapa a su capacidad desmoralizante. Los diferentes organismos e instituciones en los que se encarna son igualmente perversos por definición: la corrupción alcanza a todos los niveles y órdenes del Estado.
3. Como consecuencia de esto, hemos de aceptar que por definición todo gobierno es malo y está usurpando la propia conciencia y capacidad de decisión del individuo. El gobierno podría asemejarse a una esclavitud ya que dicta normas de obligado cumplimiento a los individuos, sin respetar su capacidad de decidir por sí mismo. Los anarquistas asumen como propia una crítica de inspiración marxista: toda acción de gobierno representa los intereses de una clase determinada y parece ignorar que el poder se encuentra en la base de la sociedad y no en su cúspide. Ante esta inversión inaceptable, tan sólo cabe una vía: la acción que conduzca a la revolución.
4. El anti teísmo: más que un concepto, Dios es uno de los símbolos que perseguirán abiertamente los anarquistas. Para ellos, representa un poder que niega al ser humano y en este sentido la misma idea de Dios genera opresión y persecución. El ateísmo no basta: es preciso ser anti teísta. Más allá de negar la existencia de Dios, los anarquistas tratan de luchar contra quienes defienden su existencia, dando un paso más desde un ateísmo “intelectual” a un anti teísmo activo, práctico y militante. Liberar el ser humano implica negar la idea de Dios e incluso perseguirla. Una consecuencia de esto será el anticlericalismo que siempre ha caracterizado a los anarquistas: la iglesia es también una institución de poder y como tal corrompe y genera esclavitud, abanderando siempre los intereses particulares de sus jerarcas y dirigentes. Por eso no es de extrañar que, a ojos de los anarquistas, la iglesia esté siempre aliada con el poder.
En su vertiente positiva y afirmativa, el anarquismo pretende presentarse como el gran movimiento a favor de la libertad, que es quizás el concepto fundamental de toda la teoría anarquista. Si tiene sentido la crítica al poder, el Estado, Dios o la religión es precisamente porque se asumen como limitadores o negadores de la libertad. Tal y como se concibe en el anarquismo, la libertad se concreta en los siguientes rasgos:
1. En primer lugar, asumiendo ideales ilustrados, la libertad es principalmente autonomía, capacidad de ser el dueño de sí mismo y decidir por uno mismo. Nadie ha de entrometerse en la libertad individual, que es considerado un valor absoluto dentro de la sociedad.
2. La libertad implica también aceptar las leyes de la naturaleza. Aunque pudiera parecer contradictorio, los anarquistas sostienen que el ser humano tan sólo puede aceptar las leyes de la naturaleza, ya que no le es posible escapar a las mismas. Esto no implica dar por buena cualquier propuesta que se pretenda “disfrazar” de natural: hay que mantener atento el pensamiento crítico, para separar lo que viene de la naturaleza de aquello que está condicionado por la sociedad. Las leyes de la naturaleza deben ser descubiertas por el propio sujeto y no impuestas por una casta científica. El conocimiento debe ser abierto y compartido.
3. La libertad es interpretada también en su capacidad creadora e innovadora. En un sentido que va mucho más allá de la ciencia y la técnica: podemos soñar sociedades mejores, distintas a las nuestras. Romper la rutina, vivir distinto, es posible si nos empeñamos en ello, si ponemos nuestra imaginación en esta tarea.
4. La libertad nos lleva necesariamente a la solidaridad y el apoyo mutuo. No hay libertad si el resto de la sociedad no es tan libre como el propio sujeto: de otra manera habrá opresión de la cual podremos ser más o menos cómplices. Es más, el anarquismo es también una llamada al compromiso: el conflicto nos obliga a tomar parte y sólo hay dos posibilidades: opresores u oprimidos. La libertad de cada uno se construye además en sociedad, por lo que jamás podremos encontrar en la libertad de los demás un límite o un obstáculo, sino más bien una opción de ayuda, un semejante con el que poner en práctica la solidaridad, o del que solicitarla.
El anarquismo se situaría en las antípodas del absolutismo y el totalitarismo. Entre estos opuestos, cabe encontrar diferentes teorías del poder, como las que hemos estudiado a lo largo del tema. Cada una ha de hacer frente a sus propias dificultades y contradicciones. Las experiencias totalitarias del siglo XX no pueden identificarse con el absolutismo hobbesiano, pero han puesto de manifiesto la capacidad de la política de crear sociedades inhumanas. En las antípodas de esto, no sería difícil encontrar personas que consideran que vivir en un estado
hobbesiano, obsesionado por la seguridad, no merece la pena. Las diferentes propuestas anarquistas muestran sus propias debilidades: su concepción del ser humano es demasiado optimista, rozando casi la ingenuidad, y la experiencia histórica nos demuestra la necesidad de un poder: las experiencias anarquistas han sido puntuales y cortas, no han logrado perdurar en el tiempo ni extenderse a grandes sociedades. El problema del poder es, en el fondo, el problema de la convivencia social de un ser humano que lleva dentro de sí tendencias altruistas y egoístas, inteligentes y estúpidas, sociales y antisociales, creativas y destructoras.

Dimensiones del poder

“La caída del hombre actual bajo el dominio de la naturaleza es inseparable del progreso social. El aumento de la productividad económica, que por un lado crea las condiciones para un mundo más justo, procura, por otro, al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo es anulado por completo frente a los poderes económicos. Al mismo tiempo, éstos elevan el dominio de la sociedad sobre la naturaleza a un nivel hasta ahora insospechado. Mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve, éste le provee mejor que nunca. En una situación injusta la impotencia y la ductilidad de las masas crecen con los bienes que se les otorga. La elevación, materialmente importante y socialmente miserable, del nivel de vida de los que están abajo se refleja en la hipócrita difusión del espíritu. Siendo su verdadero interés la negación de la cosificación, el espíritu se desvanece cuando se consolida como un bien cultural y es distribuido con fines de consumo. El alud de informaciones minuciosas y de diversiones domesticadas corrompe y entontece al mismo tiempo.”
(Horkheimer, M., y Adorno, Th. W., Dialéctica de la Ilustración)

Preguntas para el comentario

1. Explica cuál es la idea esencial del texto
2. ¿Cuántos sentidos de la palabra “poder” se encuentran en el texto?
3. ¿Crees que el poder político, tal y como lo hemos estudiado, es el más importante para entender la manera de ser y vivir de los individuos? ¿Qué dirían los autores del texto?
4. Explica el significado de las expresiones subrayadas.
5. Valoración personal del texto

¿Cómo es posible el Estado?

“¿Qué es el soberano? ¿Cómo puede constituirse? ¿Qué es lo que une los individuos al soberano? Este problema, planteado por los juristas  monárquicos o antimonárquicos desde el siglo XIII al XIX, continúa obsesionándonos y me parece descalificar toda una serie de campos de análisis; sé que pueden parecer muy empíricos y secundarios, pero después de todo conciernen a nuestros cuerpos, nuestras existencias, nuestra vida cotidiana. En contra de este privilegio del poder soberano he intentado hacer un análisis que iría en otra dirección. Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento. La familia, incluso hasta nuestros días, no es el simple reflejo, el prolongamiento del poder de Estado; no es la representante del Estado respecto a los niños, del mismo modo que el macho no es el representante del Estado para la mujer. Para que el
Estado funcione como funciona es necesario que haya del hombre a la mujer o del adulto al niño relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa autonomía.”
 (Michel Foucault, La microfísica del poder)

Preguntas para el comentario

1. Idea principal y estructura del texto.
2. Explica el significado de las expresiones subrayadas.
3. Según el texto, ¿es el poder político el más importante de todos? Explica la tesis de
Foucault y da tu punto de vista al respecto.
4. Verticalidad, Dominación, Parlamento, Red. ¿Cuál de estas palabras describe mejor la concepción del poder que aparece en el texto? Explica por qué.
5. Relaciona el texto con el anarquismo: ¿Qué crees que ocurriría si desaparecieran todas las relaciones de poder que describe el texto?


2 comentarios:

  1. Muy informativo, aunque, y lo digo sin animo de lucro alguno, el articulo sobre el poder de pensadores live me pareció mas... esclarecedor quizás? No se, de todos modos lo dejo aqui si quieren: https://pensadores.live/el-poder1/

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  2. Buenas noches profe, disculpe la tardanza pero acá le dejo mis respuestas de las preguntas del trabajo
    1) ¿Que entendimos de cada autor?
    Maquiavelo fue una persona que separó la política de los morales y de la religión, centró sus conceptos con el fin de mantener un gobierno beneficioso para el Príncipe (como lo explica en su libro). Estaba a favor de mantener una monarquía, osea, pensaba que la única forma de obtener un buen gobierno es pensar en el príncipe para que éste pueda tener la astucia y el ingenio de sacar a un país adelante.
    Hobbes, en cambio, expuso que todos tenemos que contribuir dando nuestra libertad completa a cambio de seguridad y la posibilidad de cumplir nuestros deseos. También estaba a favor de la monarquía, ya que es un sistema que es fácil de manejar. El sostiene que el ser humano es un animal egoísta, y que se relaciona con el fin de tener seguridad
    2) ¿Que cosas siguen vigentes en la actualidad?

    Las cosas más notorias son el poder que tiene la iglesia sobre el estado. Otra situación actual es el hecho de que todos los individuos seguimos siendo seres egoístas que damos nuestra libertad total con la condición de estar protegidos por la ley
    3) ¿Cuáles cuestiones consideras que están bien y cuáles no?

    Para mi, simplemente si mostraramos empatía hacia el otro, las cosas simplemente serían mejores, no existirían muchas cosas que hoy en día se conocen y se ven, como por ejemplo la pobreza y personas viviendo en las calles
    La que siento que estarían bien sería que la religión tenga opiniones.. pero que no se base sólo en la religión y que piensen más en otras personas y en todos los demas aspectos que no son religiosos.

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